Paisanos cuentan la vida de mexicano condenado a muerte

2 de febrero de 2014

Una biografía de Edgar Tamayo, condenado a morir el próximo 22 de enero, desde los ojos de sus paisanos


Buenos tiempos. Edgar Tamayo carga a una de sus hijas y la hija de su amigo Jesús Martínez en Los Ángeles. Foto cortesía de la familia

Por: Gardenia Mendoza Aguilar publicada el 13 de Enero de 20014

MIACATLÁN, México.—La vida llevó a dos amigos que crecieron, parrandearon y emigraron a Estados Unidos juntos por caminos radicalmente opuestos en 1994: a Edgar Tamayo, al corredor de la muerte en Texas; a Jesús Martínez, de regreso a este poblado del estado de Morelos, su tierra natal.
Los dos hombres unidos por el amor fraternal durante 20 años — desde que se conocieron en preescolar, la adolescencia y el matrimonio con dos hermanas — se separaron para siempre poco antes del asesinato del policía en Houston por el que Tamayo será ejecutado el 22 de enero.
"¡Cómo pasa el tiempo!", reflexiona Martínez por los empolvados campos mientras traslada de parcela en parcela una yunta de bueyes que alquila para arar las fértiles tierras de la 

Sus ojos verdes se llenan de agua, traga saliva. Las lágrimas no llegan a las mejillas. 
"Yo creo que ya pagó lo que dicen que hizo", opina. "Con 20 años en la cárcel, siempre a un paso de recibir la inyección letal, es más que suficiente para cualquier ser humano que cometió un error, si es que lo cometió".
Martínez no cree que su amigo haya matado al uniformado que lo detuvo por robar una chamarra y una cadena de oro a una persona. "Él no era agresivo, nunca lo fue".
Lo que sí era un pícaro que gozaba "de echar relajo", un concepto que incluye burlas, sarcasmos y travesuras para con gente cercana.
Los amigos tienen muchas anécdotas: una vez lanzó un cohete a una habitación para asustarlos; en otra ocasión, lanzó una pieza de pollo con mole que tomó del plato de un vecino de mesa para que la víctima pensara que era el otro quien agredía.
En la secundaria, los profesores encontraron a Tamayo jugando con una pistola que llevó otro compañero de clase cuyo padre de retorno de Estados Unidos tenía en casa. Los dos muchachos fueron expulsados y terminaron el bachillerato en la vecina localidad de Mazatepec.
También dicen que Tamayo era un borracho como todos los jóvenes del pueblo que consumen cerveza por cultura, porque no hay mucho que hacer.
Miacatlán es un municipio azucarero, de zafra, donde los muchachos sólo tienen tres opciones de vida: estudiar, el campo o el comercio en pequeño.
A Tamayo, conocido localmente con el apodo de "La Yegua", no le gustaba ninguna.
"Se le veía siempre en el billar, entrándole a la copa, riéndose con amigos", recuerda José Gómez, de 68 años, pariente en la cabecera municipal de unos seis mil habitantes, en donde todos se conocen.
"Los papás no hacían mucho caso porque aquí el alcoholismo es algo normal".
El joven Edgar, el mayor de cinco hijos de Héctor Tamayo, profesor de primaria jubilado, e Isabel "Chabelita" Arias, vendedora de helados y jugos en el mercado local, se perdía durante días de casa y la familia nunca pensaba que algo malo fuera a pasar.
Y eso que él andaba siempre al filo de la muerte, toreando bravos ejemplares en los jaripeos de la frontera entre los estados de México, Guerrero y Morelos, acompañado de Jesús Martínez y otros tres compañeros de parranda con quienes emigró a los 19 años a Los Ángeles.
"En 1986 pasaron un día por mi casa y dijeron 'vamonos pa' llá", recuerda Martínez.
Ninguno avisó que se iba al Norte hasta que ya estaban en Los Ángeles, en un apretado apartamento cerca de Huntington Park, con trabajo en una planchaduría de ropa, y mucho antes de que buscaran suerte en San Francisco, Napa y Pico Rivera.
Pico Rivera fue quizá la ciudad en que Tamayo vivió los años más felices de su vida fuera de México.
Hasta allá llegó su suegra a los pocos meses con Norma Libia Campos, la novia que se había "robado" antes de emigrar sin avisarle a ella.
"Aquí está la muchacha", le dijo la madre. "Aquí está la otra", repitió al amigo que había actuado igual con otra hermana Campos.
Así Edgar y Jesús se volvieron concuños.
Vivían en dos "trailas" pegadas una con la otra, desde donde salían a trabajar revistiendo de chapopote las calles, donde nacieron sus hijos. Tamayo tuvo dos: Mariana y Wendy; Martínez, tres. Tenían 23 años.
Tres años después, en noviembre de 1993, Jesús quiso regresar a México, "extrañaba el pueblo", y Tamayo se mudó para Houston, "yo no voy para allá hasta el 2000", dijo.
Pero esa fecha lo agarró en la cárcel. Hasta entonces su amigo pudo comunicarse con él por teléfono.
"Me dijo: 'no puedo hablar mucho porque aquí escuchan todo, pero lo que sí te voy a decir es que lo que estoy pasando no se lo deseo a nadie'", recuerda Martínez.
Y eso que Tamayo no le tenía miedo a nada, recuerda su amigo, ni cuando iban de rodeo en rodeo por ahí, cuando "los toros lo arrastraban, le metían los cuernos al lado de las costillas, y él se levantaba y carcajeaba de su buena suerte porque nunca salía herido".
Por eso Martínez lo imagina — y a veces lo sueña — muerto, pero de risa en la cárcel, sin vitiligo (o mal del pinto que también padece la única hermana Tamayo) quizá indultado a última hora porque después de todo, su hermano de vida siempre ha sido "un torero de la muerte".




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